En
1964, derribar las fronteras idiomáticas latinoamericanas fue
una verdadera inspiración del premio cubano Casa de las
Américas. Más trascendente aún desde 1980, en que la literatura
brasileña –como otras no escritas en español– adquirió categoría
propia. Así hoy, los amantes de la poesía de todo el continente
podemos brindar por un acontecimiento de justicia, que dio un
nuevo brillo al medio siglo cumplido por el prestigioso concurso
en 2009: Lêdo Ivo fue el galardonado.
El premio lo obtuvo por Réquiem, su hasta ahora último libro de
poemas, una de las 355 obras que se presentaron, procedentes del Brasil,
editadas en el bienio 2007-2008. Esa fue la decisión unánime del jurado
compuesto por los brasileños Ana Maria Gonçalves y Floriano Martins, y
por el angoleño Ondjaki, quienes se refirieron a Réquiem, como un
"un recorrido por el mundo de las pérdidas del poeta, en un ambiente
ampliado hasta el punto de identificación posible con el dolor general.
Su autor –uno de los más destacados de la lírica brasileña– ofrece al
lector una musicalidad intensa y original, con fuerza bautismal de
lugares simples y silenciosos. Y desde el resplandor del silencio
alcanza un ritmo poético que resulta un canto esencial a la vida."
Cabe acotar que, durante el mismo año 2008, en que apareció en el
Brasil, Réquiem fue editado, bilingüe, en México (La Cabra
Ediciones/ Instituto de Cultura de Morelos. Colección Alforja.
Traducción de Jorge Lobillo. Prólogo de Eduardo Langagne). Y que poco
antes, también en México, La Cabra y la Universidad Autónoma de Nuevo
León, en la misma colección Alforja, publicaron, en castellano,
Antología esencial, seleccionada, traducida y prologada por el poeta
argentino Rodolfo Alonso. Ambos libros se presentaron en octubre,
durante el Encuentro de Poetas Latinoamericanos 2008, que los mejicanos
dedicaron a Lêdo Ivo.
La edición de Réquiem que tengo a la vista al escribir estas
líneas, es la brasileña (Rio de Janeiro: Contra Capa Livraria Ltada.),
de bellísima factura, la cual incluye una serie de pinturas de Gonçalo
Ivo, creadas bajo los efectos de la lectura de los poemas, y un retrato
del poeta dibujado por Gianguido Bonfanti. Y, puesto que escribo desde
la Argentina y no tengo, en cambio, la traducida en México por Lobillo,
traduciré parcialmente algunos poemas al castellano, como así también
algunos fragmentos de Confissões de um poeta (Rio de Janeiro:
Academia Brasileira de Letras/Topbooks, 2004),volumen en prosa que ayuda
a iluminar algunos aspectos de Réquiem a los que quiero
referirme. Pues, si bien la poesía no se puede “contar”, sí se puede, al
menos, “contagiar” a otros algo del fulgor que nos queda a los simples
mortales después de haber estado expuestos a su divina radiación.
Siempre he tenido la ilusión, a leer la poesía de Lêdo Ivo, de estar
asistiendo a una biografía, a la peripecia de la vida de un hombre. Sin
embargo, en Confissões de um poeta –libro de memorias,
meditaciones literarias, aforismos, y, en consecuencia, de marcado tinte
autobiográfico–, el mismo Lêdo Ivo, entonces por la cincuentena (la
primera edición es de 1979), nos advertía más de una vez que esa
autobiografía, así como su poesía, no era tal sino una historia de su
“vida secreta”, la de una “existencia trasformada en señales”.
La poesía terminó por imponérseme como una operación verbal destinada a
ocultar la vida personal, generando una mitología particular que
sustituyó a la verdad trivial de la existencia. Cada vez más, siento que
es mi obra la que me crea. El mitógrafo en mí habla de mi verdad (31).
[…] Este drama de la poesía ocupa mi vida entera. Soy una creación de
las palabras 100. […] De repente, como una iluminación, siento que no
soy yo quien hago mi obra. Es mi obra la que me hace. Lo que inventé
pasó a inventarme, me impone su ritmo y su mitología, no permite que me
evada de su órbita. Me trasformé, poco a poco, en una creación de mi
propia creación (101).
Mientras crea y va siendo creada por las palabras, la criatura poética
se siente segura: “Soy un poeta: las palabras me obedecen” (321). Sin
embargo, ese feliz acto de parición recíproca deja filtrar el veneno
oscuro de una realidad subterránea. Y justamente por eso es que la
poesía de Lêdo Ivo, más allá de sus celebradas cualidades formales, es
tan humana. Lo agónico ontológico; lo agónico moral ente el Mal y el
Bien; el sentido punzante de lo injusto; la familiarización con las
miserias del “bicho vil da terra e tão pequeno” de Camões, que evoca el
propio Ivo; los actos que lo consuelan –el goce estético, la cópula, los
placeres de la buena mesa, la intuición de Dios, la prez–, todo ello
está presente en la poemática de Lêdo Ivo, quien finalmente reconoce
“esa terrible lucha contra la realidad, que es la razón de ser de los
poetas” (123). Ello la hace tan conmovedora y universal. Tan durable,
además, en tanto ha conseguido mirar alrededor, escuchar “el barullo del
mundo”, sin renunciar a su individualidad, y concertar imágenes,
sonidos, experiencias cotidianas, lecturas e invenciones en una melodía
propia.
Lo cierto es que al leerla nos identificamos con “alguien”, un ser
humano tan vulnerable y perdido en este mundo como todos nosotros.
“¿Dónde estoy? ¿Hacia dónde voy? ¿Quién soy? Al caer la noche bebo el
vino de mi ambigüedad y lanzo la copa en el horizonte indeciso, hecho de
mar y tierra” dice en Confissões de un poeta (101).
En el libro que vengo citando, el motivo del anochecer, hora preferida
de los poetas, toma un sesgo original que anticipa en casi treinta años
la escritura de Réquiem. El siguiente es el pasaje que me parece
germinal:
El anochecer. Esa aurora al revés es el momento más bello del mundo, que
se vuelve al mismo tiempo luminoso y oscuro. Aún es día, con su
claridad, y ya es noche, con la oscuridad.
El anochecer tiene la majestad radiante de las cosas cumplidas y
complejas. Puede la noche venir –ya viví mi día. Puede la muerte llegar
–ya viví mi vida.
Como el universo, también quiero anochecer un día, sentir en mí ese
litigio entre la luz y la oscuridad.
Pues eso es Réquiem. Un litigio al fin “sentido” en carne propia,
en que el día y la noche de la vida, la luz y la oscuridad, en
controversia metafórica, se completan entre sí. Litigio que, dada la
complejidad del encuentro, el ser humano dentro del cual se entabla no
puede resolver.
Libro de síntesis, de balance, de ajuste de cuentas del poeta consigo
mismo, Réquiem recupera en breves toques o en palpables alusiones
los motivos de la extensa obra poética de Lêdo Ivo, que, al menos en
portugués, desde 2004 puede leerse completa, exceptuando de ella a
Réquiem. La edición, en homenaje al aniversario de sus 80 años, fue
propiciada por la Academia Brasileira de Letras, a la que el poeta
pertenece, por la Alagoana, en representación de su estado natal, y
contiene un excelente estudio introductorio de Ivan Junqueira (Rio de
Janeiro: Topbooks). Iniciada en su temprana adolescencia y estrenada en
la imprenta en 1944, con As imaginações, ya aquel primer libro
mostraba la sorprendente madurez con que el poeta de 20 años lograba
algunos de los mejores poemas de la lengua portuguesa, como el ya
clásico “Valsa fúnebre de Hermenegarda”. Rebelde a todo
gregarismo, muy lejos del modernismo brasileño, insumisa incluso a la
llamada Geraçao de 45, en la que algunos se empecinan en
encasillarla, esa poesía, sin aceptar el “despojamiento” entonces en
boga, siguió fluyendo siempre a torrentes de la personalísima
inspiración de su autor. Esto es, empujada por una fuerza interior,
natural y necesaria, que no tiene nada que ver con la pomposa
verbosidad. Y ello aun en los casos en que el dominio artístico de la
forma –que, maestro del gay saber, Lêdo Ivo posee- reclamara por sus
fueros. “La poesía es una creación de la cultura, pero ésta debe
permanecer invisible en el poema”, es otro de sus secretos fundamentales
que reveló en Confissões.
Hecha de la “mitología” mencionada, que, en gran parte, es la del Maceió
natal de su autor, éste no deja, en Réquiem, de recrear sus mitos
una vez más. Su porción de sangre caeté, transmitida por su
abuela materna, recordándole que es de los que comieron en São Miguel al
primer Obispo del Brasil, Pero Fernandes Sardinha; el astillero y los
almacenes portuarios de Maceió; el burdel, el hospicio para enfermos
mentales, el tren de la Great Western; la figura del padre; los
cangrejos y los peces, el olor del azúcar y la maresia; la
indiferenciación de los límites entre el agua y la tierra (todo aquello
que el lector ya ha sentido vivir en poemas como “A volta”,
“O trem com sede”, “Os pobres na estação rodoviária”,
“Finisterra”, “ Asilo Santa Leopoldina”, “A morte de Elpenor”, “Os
morcegos”, “A raposa” y tantos otros inolvidables), vuelven
en Réquiem, pero esta vez con toda su carga simbólica puesta en
las vísperas de lo inevitable. Ya desde el primer verso, que por sí solo
obra como un prólogo, el poeta se sitúa en ese momento que, al mismo
tiempo que asevera, tensa la duda capital:
AQUÍ
ESTOY, A LA ESPERA DEL SILENCIO.
Ante el astillero podrido,
sólo vislumbro la astilla
que sobró de las iluminaciones.
……………………………
Mis ojos fatigados siguen la canoa
que se aleja de los manglares.
Una luz en la restinga. Un cangrejo en el lodo.
Y la vida se evapora como las almas
en el cielo que no guarda ningún dios.
La eternidad pasa como el viento.
Sólo el tiempo es eterno. Siempre estuve aquí
en medio de mi pueblo diezmado,
y mis manos prepararon más allá de las dunas
la dorada hoguera antropofágica
del asombroso festín. Una noche de cenizas
sucede ahora al clamor y a la alegría.
El mar apaga todos los naufragios
y todo fuego se extingue, todo fuego dorado
se extiende y se apaga en el silencio del mundo.
Maceió, en el nordestino estado de Alagoas –uno de los sitios del Brasil
del cual, según Lêdo Ivo, la gente menos emigra–, tiene en su poesía un
doble significado de “lugar de permanencia y de evasión”. Como dice en
Confissões, “los que quisieran partir tienen siempre, a sus
disposición, los barcos y el viento del mar”. El mar es “emblema del
viaje y de la aventura.” “Arriba y más allá de la calidad solar y de la
luz del faro, en un territorio intocable, Maceió es, al mismo tiempo,
puerto y puerta, permanencia y travesía, lugar de partida y de llegada,
silencio y melodía (40-41).
De muy joven, el poeta se trasladó a Recife, de allí a Río de Janeiro, y
fue siempre un viajero vocacional. De allí que en su poesía resuenen los
nombres de ciudades lejanas –Londres, París, Ámsterdam, Bruselas Roma,
Lisboa, Nueva York, Boston, Chicago, San Francisco, Nueva Orleans… Y en
todas ellas el poeta vive sus aventuras interiores, que también lo crean
y recrean. En Réquiem, las partidas celebradas son el símbolo de
otra partida, que a la vez interroga por una llegada imposible:
Siempre amé lo que pasa: los taxis ocupados,
los pitos de los trenes, las nubes desgarradas
y las hojas arrastradas por el viento.
El granizo fustiga las pirámides de la muerte,
la puerta del burdel estalla en el bochorno.
Un poniente amarillo rodea el astillero.
…………………………………………
Y siempre amé el amor, que es como las alcachofas,
algo que se deshoja, algo que esconde
un verde corazón indeshojable.
………………………………………
Siempre amé escuchar los rumores del mundo:
el zumbido dorado de la abeja en el estiércol,
el día estrepitoso y el viento vagabundo.
Los barcos pitan. Es hora de partir.
Toda puerta cerrada es un puerto pronto a ser abierto
por el viento triunfante que desgarra el océano.
…………………………………………
FELICES LOS QUE PARTEN.
No los que llegan a los puertos podridos.
Felices los que parten y no vuelven jamás.
Que yo esté siempre en el medio del camino
y que mi viaje sea interminable.
Felices los que no conocen la estación final.
…………………………………………
Felices los que atraviesan los puentes
cuando la tarde se posa en los gasómetros como un pájaro.
Felices los que tienen un alma distraída.
Felices lo que saben que, al fin de la derrota,
la Nada los espera, como un espantapájaros en un maizal.
Felices los que sólo se hallan en la pérdida y en el viento.
………………………………………
Y siempre oí la voz que me llama en lo oscuro,
la voz del otro lado, venida de otros mundos
que se deshacen en el aire, lamidos por la bruma.
Amé siempre esta voz que es una voz ninguna,
susurro de la nada, ceniza estremecida,
una arena que cruje en la playa infinita.
Pero qué sabe aquel hombre de esa voz sin palabras, qué sabe de partidas
después de tantas partidas, regresos, pérdidas, y, lo más terrible, qué
sabe de llegadas frente a la que quisiera esperar, aun sin esperanzas:
El mar avanza como una espada.
Para esta travesía nada traigo
salvo lo que sobró de mí,
el destrozo que prueba mi naufragio.
Anduve en la multitud. Oí el rumor del mundo
en la voz del demagogo, en el reggae retumbante, en el grito del
vendedor callejero,
en las turbinas de un jet,
en la imprecación de los pobres
impacientes en una parada de
ómnibus,
en el susurro del amor
que vuelve clara la tiniebla,
en la lluvia fulgurante.
Conversé con la piedra y conocí
su silencio y su espesor; y un árbol de espuma
floreció para mí en la mañana luminosa.
Vi el viento ventar en las lagunas
y rodear la miseria del mundo.
Como un leñador, encerré mi día y esperé la noche.
Ella vino y cegó el filo del hacha apoyada en la pared,
y la leña quedó acumulada en el galpón hasta trasformarse en ceniza
fragante.
Vi al caballo manco bajar la colina y relinchar bajo la luz de las
estrellas.
Intenté abrir la puerta que está siempre cerrada.
Atravesé los puentes de las grandes ciudades
y respiré el amor, y bebí el universo
y volví a ver el mar, sustancial como el vino y el pan.
Vi encenderse las luces de Europa
en el lento anochecer.
Fui un hombre entre los hombres, una mirada entre miradas,
y ahora estoy solo.
Fui siempre amor en el lecho memorable
y ahora mi mano errante sólo encuentra la tiniebla
en el lugar donde estaba el cuerpo bien amado.
……………………………………………………
Siempre me faltó sabiduría.
A lo largo de mi vida, poco aprendí
y ahora, ante el océano exacto y visible, ante el gran mar prosódico
nada sé sobre la travesía.
Después de tantos viajes, esta es la última frontera
que me toca trasponer.
La barca sin barquero se balancea en el agua viscosa.
Y yo soy el cieno negro lleno de miasmas
que sustenta los palafitos de la miseria y de la muerte,
y la verdad del hambre en labios mudos.
Sólo me fue dado conocer la lluvia interminable
y ese viento que arrastra el propio viento
en el día delirante, en la noche iracunda.
Vi la marea que avanza en la península
y el mar que venía a mi encuentro como una ofrenda,
el mar femenino que acariciaba mis pies.
Hay un conocimiento que huye de mis pasos
no bien piso las tablas podridas del astillero
y busco en mi sombra la proa de los barcos.
El tiempo es el señor de la verdad y de la mentira.
Digo adiós al bochorno. Es la hora de la llegada
de aquel pájaro migratorio que sólo surge en el invierno
y perturba el mundo sedentario con su canto estridente.
¡Oh claridad, adiós! Me despido del sol,
del mar incomparable y de la noche intempestiva.
Viví sin aprender que todo es pérdida y pasaje
y que el olor a mar apaga el nombre de los barcos
y lleva muy lejos los rumores de la vida.
Ahora el silencio del mundo lacra mi alma.
El róseo rayo de la rósea alborada
apunta hacia la noche oscura.
De mí mismo alejado por la muerte,
esa concha que no guarda el barullo del mar,
aquí es donde termina, en el lodo negro de los maceiós,
mi largo caminar entre dos nadas.
A quien conozca personalmente a Lêdo Ivo, le costará convencerse de que
su largo caminar termine aquí, a sus 85 años. Menos aún si se ha
caminado alguna vez a su lado. Es difícil seguirlo. Camina rápido y
erguido, mientras su ladero, exhausto, va quedando atrás. Convence, en
cambio, que Réquiem sea la despedida, el canto del cisne del
poeta, capaz de hacer llorar hasta a las piedras. Pero Lêdo Ivo, como
Pessoa y como todos los poetas dignos de ese nombre desde que el mundo
es mundo es, por naturaleza, un “fingidor”. Hay algo que se entromete
insidiosamente, no mientras se lee el poema (a menos que se sea aquella
piedra de Rubén más dichosa que el árbol sensitivo porque ésa ya no
siente), sino después que se ha leído. El epígrafe, esa es la grieta de
la insidia, que avisa al lector que se ponga en guardia ante sus propios
desbordes sentimentales.
El último verso de Toumbeau, de Mallarmé (la tumba de Verlaine),
que preside Réquiem y del que casi nos habíamos olvidado, nos
lleva nuevamente atrás: Un peu profond ruisseau calomnié la mort.
Y éste, al sentido que el mismo encierra en el contexto del famoso
soneto. Que, en verdad, ya conocieron los antiguos. No otra cosa decía
Horacio cuando decía “erigí un monumento más perenne que el bronce”.
Pero vamos al poema de Mallamé. Si Verlaine está fuera de la tumba
junto a la cual la masa acostumbra a llorar a los muertos sin advertir
que algunos –los astros– la dejan vacía y al ascender harán brillar a
esa masa más tarde con su centellear. Si Verlaine, escondido entre la
hierba, sin cálculo, sólo por su ingenuidad, no bebe del arroyo –no
muere–, la muerte, al menos la muerte de un poeta, es “un poco profundo
arroyo calumniado”, fácil de ignorar o de saltar. Si entonces el olvido,
el temible olvido en la memoria del tiempo, no alcanzará al poeta, que
vivirá trasmutado en sus palabras, en la gloria de la poesía que creó,
entonces, en Réquiem, tampoco habría nada que llorar.
Tengo para mí que Lêdo Ivo sabía, al escribir Réquiem, y, me
atrevo a decir, desde el momento en que escribió sus primeros versos,
que cuando “ese drama personal, la muerte”, como alguna vez la llamó, se
jugara, antes o después, dejaría abierto el telón, definitivamente, para
la representación perdurable del drama de su poesía.
Marta Spagnuolo